2009/01/08

ALEGATOS CONTRA LAS GUERRAS

HOGUERAS EN LA LLANURA

Shohei Ooka

Libros del Asteroide, 2006

Mi agradecimiento, en primer lugar, a Libros del Asteroide por la publicación de este libro. Es la segunda novela japonesa que leo en torno a la Segunda Guerra Mundial y, en concreto, sobre la derrota japonesa en esta guerra. La Historia la escriben los vencedores, y si además tienen el respaldo de Hollywood, mucho más, así que normalmente hemos visto a los soldados japoneses de la II Guerra Mundial como meros extras en películas bélicas estadounidenses en las que mueren como moscas, y muy escasamente como individuos con sus propios principios, órdenes, aspiraciones, sentimientos y familias.

Hace un tiempo leí El Arpa Birmana, de Michio Takeyama (Ediciones del Viento, 2006). La derrota japonesa ante las tropas británicas en las selvas del Sudeste de Asia había dispersado por toda la jungla una gran multitud de cadáveres abandonados. El protagonista, tras resultar herido en un intento de salvar la vida de una compañía asediada que no quería rendirse a pesar del fin de la guerra, deambula por la selva como un monje bonzo y emprende la tarea de recuperar todos esos cuerpos y darles la sepultura que merecen. Porque a pesar de su muerte, a pesar de lo terrible e inhumano de su muerte (acosados, hambrientos, abandonados, enloquecidos), no dejan de ser seres humanos, hombres en toda su magnitud. La actuación de este soldado perdido restituye a estos seres humanos muertos su dignidad y de alguna manera, al contarlo, busca la reconciliación de la sociedad japonesa, de los que sobrevivieron con los que murieron, y no sin criticar la inutilidad y la responsabilidad de la guerra que les mató.

En Hogueras en la llanura, Shohei se convierte en uno de esos despojos humanos, muerto en vida, perdido, abandonado, acosado, enfermo y hambriento, enloquecido en las selvas de la isla filipina de Leyte. El propio escritor fui movilizado en 1944 en los últimos estertores de un país vencido y agotado, y combatió en la isla de Mindoro. Tal vez en un trasunto de sí mismo y de su propia vivencia en la guerra, el soldado Tamura deambula por Leyte después de ser desembarcado en la isla justo cuando los estadounidenses también lo hacen por el lado opuesto y con una potente ofensiva ocupan casi toda la isla, partiéndola en dos y dejando a numerosos soldados japoneses aislados de sus destacamentos y sus bases. Tamura es enviado al hospital de campaña aquejado de tuberculosis, expulsado de su compañía. Pero sin alimentos para sí mismo, en el hospital también es rechazado. Y los sucesivos ataques norteamericanos hacen que acabe solo sorteando las extrañas hogueras que aquí y allá se elevan por las praderas y colinas que atraviesa, precediendo a veces a los bombardeos y los aviones americanos. Su caminar por la jungla se convierte en un particular viaje al infierno de la desesperación, la soledad y la locura en el que Shohei nos lleva de la mano junto al soldado Tamura. Y comienzan las reflexiones, los soliloquios del soldado perdido en el mundo y en sí mismo: “¿Acaso no radica la sensación de estar vivos en esa presunción, inherente al hombre, de que podemos repetir indefinidamente aquello que estamos haciendo en cada momento?” (p. 18); “La muerte no era ya un concepto que me persiguiera sino una viva imagen que me iba pisando los talones” (p. 59). Y se suceden escenas y situaciones terribles en las que lo verdaderamente heroico es mantenerse cuerdo. Ante la escena de una aldea desierta junto a una playa en una cala tranquila y apacible, pero en la cual tan sólo hay cadáveres de soldados japoneses en descomposición y medio comidos por cuervos y perros, totalmente abandonada, Tamura rememora: “todavía hoy, desde una tranquila casa de Japón, mientras evoco en mi memoria aquellas escenas, siento arcadas. Sin embargo, en aquel entonces no experimenté nada. La náusea debe de ser un mecanismo de defensa que desencadena el propio egoísmo: uno, desde su confortable vida de ciudadano corriente, contempla como mero espectador la miseria ajena y, a falta de respuesta , deja que su estómago sea el que responda” (p. 104). La distancia con respecto a los hechos juzgados permite esa altura moral que provoca náuseas ante una escena tan terrible, pero en medio del infierno, uno no es cShohei Ookaonsciente de ello, y tan sólo acierto a pensar, a modo de escape, quizá, “Si se edificara aquí un hotel, seguro que se ponía de moda” (p. 108).

Tamura se reencuentra con otros soldados, todos intentando alcanzar el último reducto en manos del ejército japonés, desde el cual poder ser evacuados de aquella isla perdida. “La situación de los soldados había empeorado en poco tiempo, hasta el punto de que uno se podía cuestionar si lo que estaba viendo era realidad. Sus uniformes estaban desgarrados, sus botas rotas; los pelos y las barbas crecían a su aire... Y, en medio de sus pálidas caras, lo único que brillaba eran sus ojos. Esos ojos se abrían a sus compañeros y reconocían en ellos, a duras penas, a otros seres humanos” (p. 127). La presencia de la muerte es tan real en la penosa marcha que emprenden que Tamura piensa que “Si yo estaba con vida era simplemente porque aún no había muerto” (p. 166). Y solo de nuevo, fracasado el intento de atravesar las líneas estadounidenses, habiendo sobrevivido a las ametralladoras enemigas en medio de una ciénaga, huyendo de las guerrillas filipinas y de las hogueras que se multiplican a su paso por las colinas, enfrentado a la sospecha del canibalismo de algunos de sus compañeros de armas al ver cuerpos incompletos abandonados entre la maleza... Más aún, confrontado directamente con la el hambre atroz y el ofrecimiento de un oficial moribundo que encuentra por el camino para que se alimente de su propio cuerpo una vez muera, Tamura estalla en plena locura: “Habiendo matado a una persona inocente, me había quedado vedado el regresar al mundo de los vivos, pues creía que después de haber segado con mi mano el curso de una vida, me resultaría insufrible contemplar cómo vivían otros seres humanos” (p. 178). O quizá fuera un mecanismo de defensa más de la cultura: rechaza el ofrecimiento y decide no sólo no comerse al oficial que se le ofreció, sino que rechaza alimentarse de ningún otro animal; rechaza el tener que quitar una vida para mantener la suya, y así prosigue en un caminar sin rumbo apenas mordisqueando sin fuerzas las hierbas del suelo.

A punto de morir de hambre, Tamura se tiende sobre el lecho seco de un río, en medio de un hedor casi insoportable. Ve un pie humano limpiamente segado del resto del cuerpo. ¿Cómo llegó hasta allí? En esta situación es encontrado por Nagamatsu, que aún acompaña al viejo Yasuda. A cambio de un poco de tabaco Nagamatsu dice cazar monos de los que ambos se alimentan. Le da un poco de esa carne a Tamura, quien, sin embargo, tiene dudas sobre su procedencia. Pero ante el ofrecimiento de Nagamatsu, no lo piensa demasiado. Tras masticar débilmente un poco de esa carne seca, es como si la vida volviera a penetrar en su cuerpo. Sin embargo, cuando Nagamatsu vuelve a ir de caza Tamura descubre la realidad: los monos son otros seres humanos, otros soldados japoneses que, desorientados, aturdidos, derrotados, deambulan por los bosques. Así, se da de bruces con el lugar en el que Nagamatsu ha ido acumulando las partes incomibles de los cuerpos humanos de los que han venido alimentándose: manos, pies, cabezas, torsos... (pp. 207-208). El grado de locura a la que parecen haber llegado Nagamatsu y Yasuda ha eliminado toda reserva moral sobre la vida humana, que ya not tiene ningún valor especial sobre la de cualquier otro ser vivo. Los hombres son alimento para otros hombres y sobrevivirá el más fuerte. Si Nagamatsu respetó la vida de Tamura es porque le necesitaba para deshacerse del viejo Yasuda que le tenía atrapado con su tabaco. Salta el conflicto, vuela una granada y “... un fragmento desprendido de la explosión me alcanzó en el hombro y me arrancó un poco de carne. Limpié aquel trocito de El Arpa Birmana, de Michio Takeyamacarne del barro que se le había pegado en el suelo y, sin pensarlo, me lo metí en la boca” (p. 211). Tamura volverá a matar, y de nuevo solo y con un fusil en las manos, abandona aquel bosque y... su memoria se pierde. Despierta en un hospital de las tropas estadounidenses; tiempo después es repatriado; ingresará en un sanatorio mental, y desde allí, a la vista de los pinos rojos, llameantes a la luz del sol poniente, escribe sus recuerdos. O quizá sea el propio Shohei escribiendo esta novela... Una última reflexión, “En el espacio de nuestra vida que queda comprendido entre el azar de nuestro nacimiento y el azar de nuestra muerte, solemos mostrar los escasos sucesos acaecidos como una manifestación de lo que llamamos nuestra voluntad. Y como resultado, al elemento que da consistencia a esa sarta de sucesos lo denominamos nuestro carácter o nuestra vida. Así nos sentimos reconfortados, pero en realidad no nos queda otro remedio que pensar así”. (p. 221), sobre lo efímero e inconsistente de la existencia humana precede, sin embargo, aun final abierto a la esperanza y la confianza en la fortaleza del ser humano y de su vida. ¿Acaso hay un Dios que ha dispuesto que las cosas sucedieran así? ¿Acaso hay un destino que ha elegido a Tamura para que sobreviviera?

Otro aspecto sorprendente de esta obra es lo temprana que fue. Ooka publicó Hogueras en la llanura (Nobi) en 1951, apenas 6 años después de la absoluta derrota de Japón y cuando el país todavía no había iniciado el trepidante ritmo de cambios y reconstrucción que conocemos. Pero Michio Takeyama fue incluso más madrugador, ya que en 1947 escribía El Arpa Birmana. Me parece algo sorprendente porque en Europa no se dio algo similar respecto del Nazismo o del propio Holocausto de los judíos europeos, por ejemplo. Las primeras obras que tratan de analizar y revisar la derrota alemana, la destrucción del país, la curación de la profundas cicatrices que la división del país supuso, etc., ha tardado décadas en llegar, y todavía hoy son polémicas obras como la película El Hundimiento, de hace un par de años. BAste ver, además, lo que han tardado en ser editadas en castellano. Creo que estas dos novelas mencionadas fueron realmente valientes y oportunas porque tratan de recuperar la humanidad de un pueblo, el japonés, abrumado por las acusaciones de barbaridades y atrocidades cometidas por su ejército en los países que ocuparon, como las propias Filipinas, China o Birmania; totalmente derrotado, destruido, con bombas atómicas sobre su territorio; humillado y desorientado tras el reconocimiento de la no Fotograma de la película El Arpa Birmana, de Ichikawadivinidad de su Emperador. 1945 es un auténtico punto y aparte en la historia de Japón. Supone también la necesidad de un nuevo comienzo, pero cómo afrontarlo con los miles de soldados desaparecidos, los heridos y discapacitados, los enloquecidos, etc. Si Takeyama trata de reconfortar a una sociedad aturdida recobrando la dignidad humana de unos soldados muertos y abandonados en lugares lejanos, Ooka concluye su reflexión sobre Tamura dando gracias a Dios porque aquel infierno de la guerra acabó y porque en medio de la locura, ciertos principios éticos y una moral que podría decirse natural, se impuso a los instintos más animales. Los soldados japoneses, el pueblo japonés, pese a todo, era humano, merecían vivir entre los vivos, tenían una nueva oportunidad.

En 1956 la novela de Takeyama fue llevada al cine por Ichikawa, que en 1959 continuó con la obra de Ooka. Realmente fueron novelas relevantes en su tiempo.

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